No es una necedad que todo taller sobre novela, cuento o demás estilos de ficción tenga un énfasis obsesivo por los personajes: es bien sabido que el corazón de una historia es el que late lleno de tinta y habita entre las páginas que lo proponen. El personaje no solo es la voz cantante de una narración (que, sin ellos, versaría sobre nada), sino que también es el relieve que hace que sea creíble, interesante y apasionante.
Vamos; que Don Quijote de la Mancha no debe su éxito a los molinos de viento tanto como al caballero de la triste figura, ni recordamos los andares de El Principito tanto como a los caprichos de su rosa, o los afectos del zorro. Cada crónica tiene su principio y su final, pero lo que verdaderamente hace que se convierta en un texto que se quiere devorar es la presencia de personajes que nos inviten a su historia.
Ahora: ¿qué hace un buen personaje? En resumen: que sea verosímil. Ya muchas veces en la literatura (y, al caso, también en el cine) nos hemos topado con personajes de corte Mary Sue, que son tan perfectos y competentes para la historia que terminan siendo poco creíbles, o la tragedia de los personajes manic pixie dream girl, que terminan siendo tan planos que solamente existen para llenar huecos en la historia o ayudar a que la trama avance. Un personaje exitoso descansa en la posibilidad del público de identificarse con ellos o identificarlos en un ámbito aspiracional, lo que se define, para el lector, en dos posibilidades: 1. soy como ese personaje; o 2. quiero ser como ese personaje.
Lograr esto representa un gran reto para el autor: la naturaleza humana es suficientemente compleja para entender por sí misma como para, además, construir personalidades desde el barro (o la tinta). No obstante, hay diferentes formas en las que podemos lograr que nuestros personajes no solo cuenten una historia, sino que la vivan y nos inviten a vivirla con ellos.
Primero que nada, es útil prestarle atención a la historia personal del personaje en cuestión. Trabajar con el ya tradicional ¿quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? nos ayudará a entender que nuestro personaje no nació con su primer diálogo en la historia: ¿cómo fue su familia? ¿Cómo se relacionaba con sus padres? ¿Cómo lo impactaron sus vivencias? Si mi personaje vivió una guerra, probablemente no será inocente, optimista y ligero. Si es un personaje que sobreprotegieron, probablemente no será maduro, astuto y desconfiado. Todo esto debe echar luz sobre su forma de actuar: un personaje que ha vivido maltrato, deberá actuar siempre acorde a esta vivencia y coherentemente con ella; no será creíble que confíe en todos desde el principio, o que sea amable con todo el mundo, por ejemplo. Esto nos ayudará también a evitar caer en los temidos clichés, que, además de estar ya muy vistos, tampoco parecen coincidir con el mundo que conocemos.
De la mano con esto, es necesario prestar atención a los objetivos personales que tendrá cada uno de nuestros personajes y a cuyo fin estarán orientadas todas sus acciones. ¿Qué quiere mi personaje a corto y a largo plazo? ¿Qué está dispuesto a hacer para lograrlo? ¿De qué manera el objetivo de mi personaje lo inserta en la trama general? Tener personajes con objetivos claros no solo ayudará a que la trama avance y se mueva de formas distintas, sino que también dará a la historia un relieve verosímil y enriquecido que resultará fresco e interesante para el lector.
En resumen, las personas somos complejas, y los personajes no deben ser la excepción. La tinta y la sangre son parecidas: vienen de un corazón que late y nos da impulso, esperanzas, sueños, recuerdos… nos da vida.

